Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
VIAJE A YUCATAN I



Comentario

CAPÍTULO VI


Partida de Mérida. --Mapa de Yucatán. --Timucuy. --Tecoh. --Calaveras y huesos humanos. --Iglesia y convento de Tecoh. --Espectáculo desagradable. --Vista desde la azotea de la iglesia. --Cura de Tecoh. --Continuación de la jornada. --Estanque curioso. --Telchaquillo. --Pozo subterráneo. --Caverna extraordinaria. --Hacienda de San Joaquín. --Ruinas de Mayapán. --Montículo notable. --Curiosos restos esculturados. --Otra caverna extraordinaria. --Edificio circular. --Doble hilera de columnas. --Líneas de montículos. --Arcos. --Derivación de la palabra Yucatán. --Antigua ciudad de Mayapán



El martes 12 de noviembre nos levantamos para partir de Mérida. Nuestro amigo D. Simón Peón se encargó de trazar el plan de nuestra ruta y de todos los demás arreglos de la jornada. Desde la mañana muy temprano se adelantó nuestro equipaje a lomo de mulas e indios, y no teníamos qué hacer sino despedirnos de nuestros amigos. El dueño de la casa en que vivíamos no quiso recibir los cuatro pesos de alquiler que se le debían, diciéndonos que el placer de nuestra sociedad era una compensación suficiente, y que entre amigos no debía pensarse en alquileres de casas. Despedímonos de él muy cordialmente, y es muy probable que nunca más volveremos a verlo, al menos en materia de alquiler de casas. Almorzamos por la última vez en casa de D.ª Micaela con nuestros compatriotas, con inclusión de Mr. Fisher y el capitán Mac-Kingley, que había llegado aquella mañana de Nueva York, y, deseándonos todos seguridad y buen éxito, emprendimos nuestra jornada para el interior.

Era nuestra intención reasumir en Uxmal nuestras exploraciones en el punto en que las habíamos interrumpido por la enfermedad de Mr. Catherwood. Sin embargo, habíamos recibido noticia de las ruinas de Mayapán, ciudad antigua, que nunca había sido visitada, ocho leguas distante de Mérida y muy pocas del camino de haciendas que lleva a Uxmal. El relato que se nos había hecho era triste, pues se nos representó aquella ciudad como en absoluta ruina; pero, para cumplir con el propósito que habíamos formado de ir a cualquier sitio de ruinas de que oyésemos hablar, determinamos visitar éstas en nuestro tránsito para Uxmal. Por tanto nuestro camino era ahora para Mayapán.

Nuestras sillas, bridas, pistolas y pistoleras, como eran del todo diferentes de los arreos que usan los jinetes en aquel país, llamaban la atención de todos los transeúntes. Un amigo nos acompañó hasta más allá de los suburbios y nos puso en el camino recto, que guiaba derechamente al fin de nuestra jornada de aquel día. En lugar de las ominosas amonestaciones que estábamos acostumbrados a oír en la América Central, sus últimas palabras fueron que estuviésemos tranquilos, pues allí no había peligro de ladrones ni interrupciones de ninguna otra especie.

Partimos, pues, para nuestra expedición con estas favorables circunstancias, contentos y en buena salud, llevando recomendaciones del Gobierno para sus dependientes en varias secciones del país, y de los periódicos para que nos recibiesen con hospitalidad en el interior. Teníamos delante una región nueva y aún no explorada, en que podíamos esperar que hallaríamos diariamente nuevas escenas. Había sin embargo un inconveniente; y era que carecíamos de un criado o mozo de cualquiera especie, pues nuestros amigos no habían logrado proporcionarnos el que necesitábamos. Después de todo eso, no nos causaba mucha molestia su falta.

El día estaba nublado, y eso nos salvó del calor del sol que, de otra manera y en aquella hora, nos habría causado mucha pena. El camino era recto, plano, pedregoso y de muy poco interés. De ambos lados había bosques bajos y espesos, de manera que no había otra vista que la del camino que teníamos delante; y de esa suerte sentimos, todavía al principio de nuestra jornada, que, si bien estábamos libres de la confusión que a cada paso nos esperaba en la América Central, en recompensa habíamos perdido también las montañas, valles, volcanes, ríos y toda la salvaje y magnífica escena que hace tan encantador aquel país, a despecho de las dificultades y peligros que esperan al viajero.

Debo hacer observar aquí que ningún mapa de Yucatán ha sido jamás publicado, para que pueda servir de guía. D.ª Joaquina Cano poseía uno manuscrito, que tuvo la bondad de poner a nuestra disposición con la advertencia de que no era correcto; y a fin de conservar un recuerdo de nuestras huellas, desde el tiempo que salimos de Mérida hasta que volvimos, marcamos los caminos, anotamos el número de horas empleadas en cada jornada y el paso de nuestros caballos; y aun en uno u otro lugar Mr. Catherwood hizo observaciones para descubrir la latitud. Nuestro mapa ha sido preparado sobre estas notas, y, aunque es correcto en lo relativo a nuestra ruta, no puede fijar con exactitud la localidad de los sitios que no visitamos.

A la distancia de una legua pasamos una hermosa hacienda de ganado, y a la una y veinte minutos llegamos al pequeño pueblo de Timucuy, distante cinco leguas de Mérida. Este poblacho consistía en unas cuantas chozas de indios alrededor de una plaza abierta, en uno de cuyos ángulos había cierta especie de cobertizo, que servía de casa real. No había allí iglesia ni cura, y comenzamos ya a experimentar una dificultad, que no esperábamos hallar tan pronto. Era la población de indios solamente, los cuales no hablan en todo el país otra lengua que la maya. No había allí un solo hombre blanco, ni persona alguna que hablase un idioma capaz de ser comprendido por nosotros. Por fortuna, un arriero del interior, en su tránsito para Mérida, se había detenido para dar un pienso a sus mulas bajo la sombra de un gran árbol, y estaba en la casa real meciéndose en una hamaca. No dejó de sorprenderse de nuestra empresa de viajar solos por el interior, al ver nuestro embarazo desde el primer pueblo fuera de la capital; pero, encontrándonos sin duda, bajo otros respectos, algo más nacionales, vino en nuestro auxilio procurándonos hojas de ramón y agua para nuestros caballos. Había pasado su vida en conducir mulas desde una región del país llamada la Sierra hasta la capital; pero había oído ciertas historias extrañas acerca de los países extranjeros; y, entre otras, la de que en el Norte un hombre podía ganar un peso diario con su trabajo; pero se tranquilizó cuando supo que un solo real en su país tenía más valor que un peso en el nuestro; y como él interpretaba cuanto decíamos, para ponerlo al alcance de sus desnudos compañeros agachados bajo la sombra, nada les impuso tanto como la idea del frío y del hielo y la necesidad de gastar una gran porción del producto de sus trabajos diarios para comprar leña o carbón que les precaviese de helarse.

A las tres dejamos aquella aldea, y poco después de las cuatro descubrimos las torres de la iglesia de Tecoh. En los suburbios del pueblo pasamos enfrente del camposanto, que es un vasto recinto cercado de altas murallas de piedra; y sobre la puerta lo mismo que en algunos nichos practicados en los muros había una hilera de calaveras humanas. Allá en el fondo del recinto veíase un enorme amontonamiento de huesos y calaveras, que se habían extraído de las sepulturas y arrojado en aquel horrible harnero conforme a una costumbre de los indios observada desde tiempo inmemorial.

El pueblo consistía en una calle larga y recta con casas o chozas, casi ocultas dentro del follaje de los árboles, y habitadas exclusivamente por indios. Nos encaminamos a la plaza sin haber hallado una sola persona. En uno de los lados de esta plaza, sobre una elevada plataforma de piedra, descollaba una gigantesca iglesia con dos bellas torres, y a sus lados y al frente había escalinatas de piedra. Al cruzar la plaza, encontramos a una india, a la cual dirigimos la palabra convento, y siguiendo la dirección de su mano, nos encaminamos a la casa del cura, que se hallaba a espalda de la iglesia y circunvalada de una gran muralla. Cerrada estaba la puerta; pero abrímosla sin llamar. El convento estaba sobre la misma plataforma de la iglesia y tenía también una elevada escalinata de piedra. Al aspecto de personas de tan extraña apariencia, varios criados indios salieron del corredor y entendimos que el padre no se hallaba en casa, pero estábamos demasiado bien avenidos con la presente apariencia de las cosas para pensar en ir a ninguna otra parte; y por tanto, atamos en el patio los caballos, subimos las escaleras y atravesamos el corredor del convento y la plataforma de la iglesia para echar una ojeada sobre el pueblo.

Delante de la puerta de la iglesia estaba en unas andas el cadáver de un párvulo. Allí no había féretro ninguno; pero el cuerpecillo estaba cubierto de papel de colores diferentes, en que el color rojo y el de oro dominaban. En medio de esto, salíale de la nariz un enjambre de gusanos enormes, que se crispaban sobre sus facciones. ¡Triste y horrible espectáculo, que muestra cuán miserable es la suerte que cabe a los hijos de los pobres en estos pueblos de indios!

Poco después vino a nosotros el mismo coadjutor del cura, y nos dijo que éste se hallaba preparando para hacer aquel entierro y que, luego que se terminase, vendría a recibirnos. Entretanto, escoltados del ministro, subimos al tope de la iglesia.

La subida se hacía por una gran escalera de piedra dentro del cubo de una de las torres. Desde arriba se descubría una vista dilatada, cubierta de una casi interminable floresta, que se extendía de un lado hasta el mar, y del otro, hasta la sierra que atraviesa la península de Yucatán y regresa a la gran cordillera de Guatemala, interrumpida únicamente esa vista por un alto montecillo, que, a distancia de tres leguas, se elevaba sobre la llanura, y era un sombrío monumento de las ruinas de Mayapán, capital antigua del destruido reino de los mayas.

A nuestro regreso, encontramos al cura D. José Canuto Vela, que estaba esperándonos. Sabía de nuestra venida, y desde el día anterior esperaba recibirnos. Su curato consistía en cerca de dos mil almas y, a excepción de su ministro, no vimos un solo blanco en la población. El cura sería como de treinta años, nacido y educado en Mérida, y aunque según sus maneras parecía no hallarse en aquel sitio, sino fuera de su posición, sus sentimientos y simpatías, sin embargo, estaban identificados con el pueblo que tenía bajo su administración. El convento era un gran edificio de piedra, de robustas paredes y correspondiente a las dimensiones de la iglesia. Hallándose tan cerca de Mérida, estaba más que ordinariamente provisto de cuanto podía necesitarse; y entre otras cosas tenía el cura una pequeña colección de libros, que para allí era casi una librería.

Él nos allanó todas las dificultades que se nos habían suscitado por falta de un intérprete, y, habiendo enviado llamar a los alcaldes indios, hizo desde luego todos los arreglos necesarios para adelantar nuestro equipaje y acompañarnos él mismo, al siguiente día, a las ruinas de Mayapán. Habíamos renovado otra vez nuestras relaciones con los padres; y este principio correspondía exactamente a la cordialidad y bondad, que siempre habíamos recibido anteriormente de ellos. Tuvimos a nuestra disposición catres o hamacas, según quisimos elegir, para pasar la noche; y a la hora del desayuno un grupo de músicos indios estaba en el corredor haciendo un continuo ruido que ellos llamaban música, hasta que montamos a caballo para partir.

Acompañonos el cura montado en el mejor caballo que hubiésemos visto en el país; y, como era una cosa rara en él ausentarse un solo día de sus deberes parroquiales, echamos a galopar, como en una excursión de día de fiesta, fatigándonos mucho nosotros y nuestras pobres jacas por caminar al lado del cura.

El camino que seguimos se separó de repente del camino real; y éste, sin embargo, lo mismo que otros decorados con el propio nombre, en otros países no habría sido considerado como indicio de adelanto en reformas interiores. Mas el que tomamos era mucho más áspero y pedregoso, enteramente nuevo y aún no concluido en algunos puntos. Este camino estaba recientemente abierto, y el motivo de su apertura es una cosa que demuestra muy bien el carácter de los indios. El pueblo a donde conduce estaba bajo el cuidado pastoral de nuestro amigable compañero, y se iba antes a él por un camino o vereda tan lleno de rodeos y dificultades, que el cura se vio precisado a notificar que, para cumplir sus otros deberes, los que tenía que llenar en este otro pueblo serían abandonados. Entonces los indios para prevenir esta calamidad abrieron el nuevo camino que es de dos leguas y cortado rectamente por en medio del bosque.

El padre mostraba un vivo interés en el empeño recientemente excitado de explorar las antigüedades de aquel país, y nos dijo que aquel distrito en particular abundaba de muchos vestigios de los habitantes antiguos. A poca distancia del camino real nos encontramos con una hilera de piedras caídas, que formaba, según las apariencias, lo que podía considerarse como los restos de una antigua muralla que corría muy en el interior de la floresta por ambos lados atravesando el país, según se decía, hasta una gran distancia en las dos direcciones.

A poco de andar, acercámonos a un gran estanque, seco enteramente, llamado aguada; y el cura nos dijo que era una obra artificial excavada y revestida de una muralla alrededor, y que servía a los antiguos como un reservatorio de agua. Por entonces, no convenimos en su opinión, creyendo que tal estanque fuese una obra natural; pero, por lo que vimos y observamos después, nos persuadimos que podía tener razón en su aserto.

A las diez llegamos a Telchaquillo, pequeño pueblo de seiscientas almas y habitado también de pocos indios, que eran los mismos que abrieron el camino por el cual acabábamos de atravesar. La iglesia estaba al cuidado pastoral de nuestro amigo; dirigímonos al convento y allí desmontamos. Inmediatamente sonó la campana de la iglesia para dar noticia al pueblo de la llegada del cura, invitando a todos los que quisiesen confesarse o casarse, a los que tuviesen algún enfermo que visitar, niños que bautizar, o muertos que enterrar, para que acudiesen a él y fuesen satisfechas sus necesidades.

El pueblo consistía enteramente en casas de paja. La iglesia había sido comenzada sobre una vasta escala, bajo la dirección de uno de los curas anteriores, quien, disgustado después con el pueblo, suspendió la obra. En una de sus extremidades se había formado rudamente una especie de capilla; más allá de ella, había dos elevadas paredes, pero sin techo.

En la plaza de aquel pequeño pueblo había un gran cenote o pozo subterráneo, que proveía de agua a todos sus habitantes. Desde cierta distancia, el piso de la plaza parecía igual y perfectamente nivelado; pero las mujeres que la cruzaban con sus cántaros desaparecían súbitamente, mientras que otras se presentaban como saliendo de las entrañas de la tierra. Al acercarnos más, hallamos una gran abertura practicada en la superficie de la roca, semejante a la boca o entrada de una caverna. Bajábase a ella por escalones irregulares practicados en la peña. La cubierta era una inmensa techumbre rocallosa, y a una distancia acaso de quinientos pies de la entrada había un gran estanque o reservatorio de agua, sobre el cual se elevaba la bóveda a sesenta pies, penetrando en la línea perpendicular una cantidad de luz suficiente, por medio de una abertura practicada encima. Carecía el agua de corriente y su origen era un misterio. Durante la estación de las lluvias crece un tanto, pero nunca baja de cierto punto, y en todo tiempo es la única fuente de donde los habitantes se proveen. Las mujeres cargadas de sus cántaros suben y bajan constantemente; las golondrinas revoloteaban en la caverna por todas direcciones; y el conjunto formaba una escena salvaje, pintoresca y romántica.

En este pueblo estaba esperándonos el mayordomo de la hacienda de San Joaquín, en cuyo territorio se hallan las ruinas de Mayapán. Dejando el cenote, montamos a caballo y lo seguimos.

Como a media milla de distancia, detuvímonos a las inmediaciones de una gran caverna, recientemente descubierta y que no tenía fin, según nos dijo el mayordomo. Atamos a unos matojos los caballos, resueltos a visitarla. El mayordomo abrió una vereda en el bosque a corta distancia, y, siguiéndole, llegamos a un hueco enorme obstruido de árboles. Bajamos y entramos en una espaciosa caverna de elevadas bóvedas y pasadizos gigantescos, que se destacaban en diferentes direcciones, y que guiaban quién sabe hasta dónde. La tal caverna había sido descubierta por el mayordomo y unos vaqueros, mientras andaban en persecución de unos ladrones que habían robado un toro; y cierto que en las historias románticas ninguna cueva de ladrones podría igualar a ésta en rudeza y selvatiquez. Díjonos el mayordomo que él había entrado allí en compañía de diez hombres y que había estado haciendo por cuatro horas una exploración, sin haber hallado el fin. La cueva, su techo, base y pasadizos eran una inmensa formación fósil. Las conchas marinas estaban aglomeradas allí en sólidas masas, algunas de ellas bastante perfectas, demostrando una estructura geológica que indica que todo el país, o al menos aquella porción de él, había estado cubierta del mar, probablemente en una época no muy remota.

De buena gana habríamos pasado un día entero haciendo una incursión en esta caverna, pero estuvimos únicamente pocos minutos y montamos de nuevo a caballo tomando algunas de aquellas muestras curiosas. Muy luego empezamos a encontrarnos con montecillos de tierra, fragmentos de piedras esculturadas, restos de paredes y edificios destruidos, que nos indicaron que estábamos otra vez pisando el sepulcro de alguna de las ciudades aborígenes.

A las once llegamos a un claro del bosque, en que está situada la hacienda de San Joaquín. El edificio no era más que un simple rancho construido solamente para la residencia de un mayoral, que es una persona inferior al mayordomo, pero había alrededor un bello descampado, y la situación era hermosa y salvaje. En el corral había espléndidos árboles; y en la plataforma de la noria, piedras esculturadas, que se habían tomado de los edificios antiguos. Daban allí sombra las amplias ramas de un ramón o encino tropical con follaje de un verde vivísimo. Coronaban el conjunto, creciendo aparentemente fuera de él, las largas y pálidas hojas del cocotero.

La hacienda o más bien rancho de San Joaquín, en donde se hallan diseminadas las ruinas de Mayapán, dista diez leguas al sur de Mérida. Forma parte de la gran hacienda Xcanchakan de D. José María Meneses, cura venerable de San Cristóbal, y en otro tiempo provisor del Obispado de Yucatán. Hicimos conocimiento con este señor en casa de su amigo el Sr. Rejón, secretario de Estado, y él había ordenado a su mayordomo, el mismo que nos encontró en el pueblo, que pusiese a nuestra disposición toda la gente de la hacienda.

Las ruinas de Mayapán cubren un gran llano, que en aquel tiempo estaba tan arbolado, que escasamente se divisaba ningún objeto hasta llegar a él, y la maleza de debajo tan espesa, que nos estorbaba el paso. Nosotros fuimos los primeros que visitamos estas ruinas. Por siglos habían estado ocultas, desconocidas y abandonadas al impulso de la vegetación tropical; y el mayordomo que vivía en la hacienda principal, y no las había visto hacía veintitrés años;las conocía mejor que ninguna otra persona de quien tuviésemos noticia. Díjonos que se encontraban ruinas en una circunferencia de tres millas, y una fuerte muralla que cercaba en otro tiempo la ciudad, cuyos restos podían todavía notarse entre el bosque.

A poca distancia de la hacienda, eleva su cima el gran cerro, que, aunque invisible por los árboles desde aquel lugar, habíamos visto desde lo alto de la iglesia de Tecoh, tres leguas distante. Tiene sesenta pies de altura y cien cuadrados en su base; y como los del Palenque y Uxmal, es de construcción artificial, sólidamente trabajado en el llano. Aunque se ve de mucha distancia sobre las copas de los árboles, estaba todo el campo tan montuoso, que escasamente le veíamos hasta que llegamos al pie de él; y aun el mismo cerro, a pesar de conservar la simetría de sus proporciones primeras, estaba también tan lleno de árboles, que parecía un simple cerro emboscado, pero notable en su forma regular. Cuatro grandes escaleras, cada una de veinticinco pies de ancho, daban acceso a una explanada a seis pies de la cima. Esta explanada tenía seis pies de ancho, y en cada lado había otra escalera más pequeña que guiaba a la cima. Estas escaleras se hallan en estado de ruinas: los escalones han desaparecido casi todos, y nosotros subimos agarrándonos de las piedras desprendidas ya y de los árboles que habían salido a los lados. Al subir espantamos una vaca, porque en estos bosques solitarios se enseñorea el ganado silvestre, pace al pie del cerro y sube hasta lo más elevado.

La parte superior era una planicie de piedra llana, de quince pies cuadrados, sin ninguna estructura ni vestigios de haberla tenido; y probablemente era el gran cerro de los sacrificios, en que los sacerdotes, a la presencia del pueblo reunido, arrancaban los corazones a las víctimas humanas. La vista que dominaba este cerro era un gran llano desolado, con algunos cerros desmoronados que en esta parte y la otra se elevaban sobre los árboles, y a lo lejos se percibían las torres de la iglesia de Tecoh.

En rededor de la base de este cerro, y esparcidas por todo el campo, tropezábamos constantemente con piedras esculpidas. Casi todas eran cuadradas, talladas en la superficie, y con una punta o agarradera en el extremo opuesto. Indudablemente habían estado fijadas en las paredes, formando alguna obra o combinación de ornamentos en la fachada, semejantes en todo a las de Uxmal.

Además de estos fragmentos, había otros aún más curiosos. Eran éstos la representación de figuras humanas y de animales, con expresiones y figuras horrorosas, en que parece que el artista empleó toda su habilidad. El trabajo de estas figuras era tosco, las piedras estaban desgastadas por el tiempo, y muchas yacían medio enterradas. Dos nos llamaron más la atención, la una tiene cuatro pies de altura y la otra trece. La mayor parece representar un guerrero con su escudo. Tiene los brazos quebrados, y a mi entender transmitían una idea de las figuras de los ídolos que Bernal Díaz encontró en la costa, con horribles caras de demonios. Es probable que, despedazadas y medio enterradas como están en la actualidad, fuesen en otro tiempo objetos de adoración y reverencia, y al presente sólo existen como recuerdos mudos y melancólicos del antiguo paganismo.

No lejos de la base del cerro había una abertura en la tierra, que formaba otra de aquellas cuevas extraordinarias de que ya está impuesto el lector. El cura, el mayordomo y los indios la llamaban cenote, y decían que había abastecido de agua a los habitantes de la antigua ciudad. La entrada era por una boca mal abierta, algo perpendicular y de cuidado en la bajada. En el primer descanso se extendía la boca a un grande aposento subterráneo, con un techo elevado y veredas que conducían a varias direcciones. Encontrábanse en varios lugares vestigios de fuego y huesos de animales, demostrando haber sido en algunas ocasiones lugar de asilo o residencia de los hombres. A la entrada de una de las veredas hallamos un ídolo esculpido, que despertó en nosotros la esperanza de descubrir algún altar, algún sepulcro o quizá alguna momia. Con esta esperanza despachamos los indios a buscar teas (tahchees), y, mientras Mr. Catherwood hacía algunos borradores, el Dr. Cabot y yo pasamos una hora registrando las sinuosidades de la cueva. En muchos lugares se había desplomado el techo y estaba interrumpido el paso. Seguimos varios caminos con mucho trabajo y ningún provecho, y por último dimos con uno, bajo y angosto, por el cual era preciso arrastrarse, y en el que con el fuego y el humo de la lumbre se hacía insoportable el calor. Al fin llegamos a un cuerpo de que, donde al meter la mano, hallamos saturada con una débil capa de sulfato de cal sobre la superficie, que se descompuso al sacarla al aire.

Dejando la cueva o cenote, continuamos nuestro paseo entre las ruinas. Todos los cerros eran del mismo carácter general, los edificios habían desaparecido enteramente, a excepción de uno, y éste era enteramente de diferente construcción de los que hasta entonces habíamos visto, aunque en lo sucesivo hallamos otros semejantes.

Hallábase sobre un cerro arruinado de unos treinta pies de elevación. La forma que había tenido este cerro era difícil de explicar, pero el edificio es circular. El exterior es de piedra lisa y llana, de diez pies de elevación hasta la cornisa inferior, y catorce de ésta a la superior. La puerta mira al occidente, y su dintel es de piedra. La pared exterior tiene cinco pies de espesor; la puerta se abre a un paso circular de tres pies de ancho, y en el centro hay una masa sólida de piedra de forma cilíndrica, sin ninguna puerta o entrada de ninguna clase. Todo el diámetro del edificio tiene veinticinco pies; de modo que, deduciendo el doble ancho del muro y paso, esta masa céntrica debe tener nueve pies de espesor. Las paredes tenían cuatro o cinco capas de estuco, y quedaban vestigios de las pinturas, cuyos principales colores, claramente visibles, eran el rojo, amarillo, azul y blanco.

Por el lado sudoeste del edificio, y sobre un terraplén que sale del lado del cerro, había una doble fila de columnas, a ocho pies de distancia unas de otras, de las que sólo quedaban ocho, aunque, según los fragmentos que las rodeaban, es probable que hubiese habido mayor número; y cortando los árboles, habríamos encontrado otras en pie todavía. En nuestra breve visita a Uxmal habíamos visto objetos que supusimos pudieron haber sido destinados para columnas, pero de esto no estábamos seguros; y, aunque después vimos muchas, consideramos éstas como las primeras columnas verdaderas que habíamos visto. Tenían dos y medio pies de diámetro, y se componían de cinco partes redondas de ocho a diez pulgadas de espesor, colocadas unas sobre otras. No tenían capiteles, y no parecía la conexión particular que hubiesen tenido con el edificio.

Aunque los fragmentos de escultura eran del mismo carácter general que los de Uxmal, no habíamos hallado, entre todos, un edificio bastante entero que nos ilustrara para poder identificar aquel arco particular que habíamos visto en todos los edificios arruinados de este país. A poca distancia de ese lugar, y al otro lado de la hacienda, había largas filas de cerros. Éstos habían sido edificios en otro tiempo, cuyos techos se habían desplomado, y casi habían enterrado la estructura. En el extremo había una puerta, embarazada y casi tapiada con los escombros; y, arrastrándonos por ella, nos paramos en apartamientos exactamente semejantes a los de Uxmal, con el arco formado de piedras, que sobresalían las unas a las otras, y una piedra llana que servía de techo. Estos apartamientos eran del mismo carácter que todos los demás que habíamos visto, aunque más toscos y más angostos.

El día iba a expirar: estábamos sumamente fatigados con el calor y el trabajo, y los indios persistían en que habíamos visto ya las principales ruinas. Había tantos árboles, que nos habría ocupado mucho tiempo el cortarlos, y por entonces, al menos, era impracticable. Sobre todo, el único resultado que podíamos esperar era el sacar a la luz algunos fragmentos y piezas sueltas de escultura enterrada. No obstante, una cosa nos era indudable, y fue que las ruinas de esta ciudad eran del mismo carácter general que las de Uxmal, construidas por los mismos artífices probablemente de fecha anterior, y que habían sufrido más de la corrosión de los elementos y habían sido tratadas con más dureza por la mano destructora del hombre.

Afortunadamente, en este mismo lugar volvemos a encontrar un rayo de luz histórica. Según los mejores datos, el país llamado actualmente Yucatán, era conocido por los indígenas, al tiempo de la invasión española, con el nombre de Maya, y jamás hasta aquel tiempo había sido conocido por otro. El nombre de Yucatán se lo dieron los españoles: es enteramente arbitrario y accidental, y se ignora su verdadero origen. Suponen unos que se deriva de la planta conocida en las islas con el nombre de yuca, y tal o thale el montón de tierra en que crece esta planta, pero se cree más generalmente derivarse de ciertas voces pronunciadas por los indígenas en respuesta a esta pregunta supuesta de los españoles a su primer arribo: "¿Cuál es el nombre de este país?" o "¿Cómo se llama este país?" "Yo no entiendo esas voces", o "yo no entiendo vuestras voces". Cualquiera de estas expresiones en el idioma del país tiene alguna analogía, en la pronunciación, con la voz Yucatán. Pero cualquiera que hubiese sido su origen, los naturales nunca han reconocido tal nombre, y hasta hoy, entre ellos, sólo le dan a su país el antiguo nombre de Maya. Jamás un indígena se llama yucateco, sino siempre un macehual, o nativo de la tierra Maya.

Una lengua llamada Maya se hablaba en toda la península; y, aunque los españoles hallaron el país dividido en diversos gobiernos, con varios nombres y diferente caciques, hostiles los unos con los otros; en un período más remoto de su historia, toda la tierra de Maya estaba unida bajo el mando de un jefe o señor supremo. Este gran jefe o rey tenía por sitio de su monarquía una muy populosa ciudad llamada Mayapán, y le obedecían otros muchos señores o caciques, que estaban obligados a pagarle un tributo de telas de algodón, aves, cacao y goma o resina para incienso, y a servirle en las guerras y en los templos de los ídolos, de día y de noche, en las fiestas y ceremonias. También estos señores dominaban muchos vasallos y ciudades; y habiéndose llenado de orgullo y ambición, y no queriendo inclinar la cerviz ante un superior, se rebelaron contra el poder de su señor supremo, unieron todas sus fuerzas, y sitiaron y destruyeron la ciudad de Mayapán. Acaeció esto en el año de nuestro Señor 1420, como cien años antes del arribo de los españoles a Yucatán: según Herrera, como setenta solamente; y según el cómputo de los siglos entre los indios, doscientos y setenta años después de la fundación de aquella ciudad. La relación de todos los pormenores es confusa e indistinta; pero la existencia de una ciudad principal llamada Mayapán y su destrucción por la guerra en el tiempo indicado, poco más o menos, son cosas que mencionan todos los historiadores. Esa ciudad estaba ocupada por la misma raza de gente que habitaba el país al tiempo de la Conquista; y su sitio está identificado con el que acaba de presentársele al lector, conservando en todos los cambios y en sus ruinas su antiguo nombre de Mayapán.